
Sin darme cuenta me encontré hace unos días llorando mientras miraba a lo lejos por la ventana. No entendí la razón ya que, aparentemente, no la había.
Sequé mis mejillas y retomé la tarea en la que estaba un rato antes a pesar de la melancolía que se instaló en mi.
Otro domingo en la cocina, una cebolla fue cómplice de un llanto compulsivo del que me costó salir y que me sorprendió sobremanera ya que cocinaba con alegría una cazuela de un pollo fresco al curry. Rápidamente lavé mis manos y enjuagué en el lavabo mi cara, refrescando mis ojos enrojecidos. Regresé a la olla con la compañía de Amaral que sonaba en la estancia, sobre la nevera. Me quedé algo reflexiva escuchando “Salir corriendo”.
Ayer lunes, preparaba algunos escritos para llevarme a Poesía por la tarde y me detuve a leer una carta que escribí a la vida en mi última estancia en Montevideo.
Las lágrimas, como pidiendo la vez, rodaban por mi mejilla una a una. Las sentía rodar..., tenía consciencia de su esfericidad, de su humedad.
Mi mente se detenía en cada una..., como si en cada una ellas se fuera un poco de vida. No se atropellaban, su movimiento era suave y lento.
Era una tristeza sin prisas..., casi sin tiempos..., difícil de aparcar, de acomodar, de disuadir.
Grises de acuarela sucia pintaban la atmósfera.
Entonces entendí por qué los ojos se secan.
Entonces entendí porque el alma se apaga.
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